GFS: «¿Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto?», El Mundo, 6-X-2025

A las 9:00 horas del domingo 5 de octubre de 1975 el cuartel de la Guardia Civil de Oñate (Guipúzcoa) recibió una llamada telefónica avisando de que alguien había colocado una ikurriña, enseña prohibida por la dictadura, a la entrada del santuario de Nuestra Señora de Aránzazu. Además, un paquete sospechoso colgaba de la bandera. Por entonces ETA conectaba bombas-trampa a las ikurriñas para que estallaran cuando eran retiradas.

El capitán encargó a un técnico en explosivos que desactivase el artefacto. Como era domingo y se esperaba una gran afluencia de público al templo, también mandó que otras dotaciones se encargaran de alejar a los feligreses del peligro. Entre las unidades desplazadas había cinco agentes del puesto de Mondragón, cuyo cometido fue desalojar a la gente de los alrededores y cortar el acceso por la carretera: un conductor, un cabo y tres jóvenes guardias de 2.ª clase, que se trasladaron al santuario en un Land Rover.

Eran las 12:15 cuando, tras comprobar que el paquete únicamente contenía arena envuelta en hojas de periódico, los funcionarios quitaron la ikurriña. Cumplido su cometido, el teniente al mando de la fuerza pública ordenó que los agentes regresaran a Oñate de manera escalonada. Los vehículos fueron bajando uno tras otro. El último en arrancar fue el Land Rover.

Alrededor de las 13:45, cuando el automóvil apenas había recorrido un kilómetro, fue alcanzado por la explosión de una carga de dinamita reforzada con metralla. Estaba escondida en un talud existente en el lado derecho de la carretera y fue activada a distancia. La onda expansiva golpeó en el costado del vehículo, que salió despedido unos 20 metros y quedó destrozado. También sus pasajeros. Los tres jóvenes guardias fallecieron en el acto: Esteban Maldonado Llorente, Juan José Moreno Chamorro y Jesús Pascual Martín Lozano. El cabo y el conductor resultaron heridos de gravedad. Varios padres franciscanos, que volvían al santuario después de asistir a un bautizo en Oñate, administraron la extremaunción a los muertos y los primeros auxilios a los supervivientes.

En el lugar donde se habían escondido los autores materiales de la masacre se encontraron cables, dos cócteles molotov, restos de comida (bombones, patatas fritas, “un bocadillo de jamón a medio consumir”) y “un gran número de tornillos de 40×12 milímetros, marca Herza con sus correspondientes tuercas y arandelas”. Como destacó la prensa, se trataba de la segunda vez en su historia que ETA utilizaba metralla en un atentado. La primera había sido un año antes, el 13 de septiembre de 1974, cuando colocó una bomba de entre cinco y ocho kilogramos de dinamita goma 2E-C y 1.000 tuercas en el salón comedor de la cafetería Rolando (Madrid), acabando con la vida de 13 personas y dejando heridas a otras 70.

En la noche de ese 5 de octubre de 1975, tres desconocidos irrumpieron en un bar situado en el alto de Campazar (Elorrio, Vizcaya), que ya había sufrido atentados en mayo y julio. Los agresores hicieron tumbarse en el suelo a los parroquianos que estaban viendo la televisión. Su objetivo eran los propietarios del local: Luis e Iñaki Etxabe Orobengoa. No alcanzaron a Luis, que huyó y logró encerrarse en el almacén, pero asesinaron a Iñaki con una ráfaga de metralleta. Ambos eran hermanos del antiguo dirigente de ETA Juan José Etxabe (Haundixe) y de otro miembro de la banda. Todo parece indicar que el atentado fue una represalia por la masacre del santuario de Aránzazu, por lo que Iñaki Etxabe debe ser considerado la primera víctima del terrorismo parapolicial.

Los medios de comunicación se hicieron eco de ambos ataques y las autoridades franquistas asistieron a los funerales. Al de Etxabe, entre otros, acudió el presidente de la Diputación de Guipúzcoa, Juan María Araluce, al que ETA mataría el 4 de octubre de 1976. Pero luego, nada. Las víctimas del terrorismo quedaron totalmente desamparadas por la Administración. El trato que la dictadura les dispensaba era gélido, cuando no cruel. Valgan como muestra dos botones.

El lunes 17 de noviembre de 1975 el 51º tercio de la Guardia Civil (Vitoria) abrió un expediente administrativo, con un comandante como juez instructor, acerca de la bomba del santuario de Aránzazu. Siguiendo el protocolo de la época, su objetivo era averiguar “las causas que motivaron los desperfectos del Subfusil Z-62, número 37.940, de 9 mm largo, y desaparición de 12 cargadores de subfusil con su correspondiente munición, y cuatro carteras, así como la inutilización de 5 cargadores grandes y dos pequeños” en el atentado. En otras palabras, se trataba de descubrir si las víctimas del atentado eran responsables de los daños y la pérdida del material, cuyo importe se calculaba en 10.059 pesetas. Los dos funcionarios supervivientes fueron interrogados al respecto. El expediente no se cerró hasta el 19 de mayo de 1977. No se habían encontrado “pruebas de responsabilidad imputable a mala fe, negligencia o abandono”, por lo que las víctimas fueron exoneradas.

Dos semanas después de la explosión del santuario de Aránzazu, el 18 de octubre de 1975, y como venganza por el fusilamiento de Juan Paredes (Txiki), ETA político-militar había asesinado al guardia civil Manuel López Treviño en Zarauz. Su caso desvela la situación en la que quedaban las familias de los agentes asesinados, que de un solo golpe perdían a un ser querido, el alojamiento en la casa-cuartel y el sustento. En noviembre de 1976, cuando ya había pasado un año de la muerte de López Treviño, su viuda se vio obligada a enviar una carta al capitán general de la VI Región Militar porque le habían denegado la pensión de viudedad. La maquinaria burocrática le exigía las diligencias policiales del atentado, documento que nadie le había facilitado:

Por lo expuesto, recurro a V. E. por si tiene a bien ordenar me sea expedida copia del referido testimonio, ya que por carecer de bienes y siendo muy elevados los gastos que se me ocasionan para el cuidado de cuatro hijos que tengo y hacer más de un año de la fecha del fallecimiento de mi esposo, me encuentro en situación económica muy precaria, y poder solicitar la pensión a que creo tener derecho, ya que sin este documento no me es concedida.

La masacre de Aránzazu, el asesinato de Etxabe y el de López Treviño son casos sin resolver. Es cierto que se arrestó a uno de los sospechosos de este último crimen, pero no llegó a ser juzgado. Lo impidió la Ley de Amnistía aprobada por las Cortes en octubre de 1977, que borró la responsabilidad penal de los atentados cometidos con anterioridad a junio de dicho año. A costa de las víctimas, la democracia brindó una generosa oportunidad a los terroristas. No obstante, ETA la despreció y siguió matando.

Ni justicia, ni reparación, ni memoria. Aquellos muertos y heridos cayeron rápidamente en el olvido. Tal amnesia ya no era responsabilidad de la dictadura, sino de la democracia. Nuestras instituciones tardaron décadas en tratar a las víctimas como merecían. Hasta cierto punto el fenómeno era un reflejo de la falta de empatía que mostraban hacia ellas buena parte de la prensa, la Iglesia, la sociedad civil y la ciudadanía en su conjunto.

En cierto modo seguimos mirando hacia otro lado. Al hilo de su 50º aniversario, este año hemos prestado atención a episodios tan dramáticos como las últimas cinco ejecuciones del franquismo. Y no hay duda de que era de justicia hacerlo. Sin embargo, nadie se ha acordado de las 33 víctimas mortales que ETA, el FRAP, los GRAPO y el terrorismo parapolicial causaron en 1975. Sus nombres no han aparecido en los discursos de los políticos, ni en los medios de comunicación, ni en las redes sociales. Es como si nunca hubieran existido.

Pero existieron.

Gaizka Fernández Soldevilla, responsable de Investigación del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, ha coordinado la obra Terrorismo y represión. La violencia en el ocaso de la dictadura franquista (Tecnos).

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