GFS: «Después de Franco, las libertades», El Mundo, 18-XI-2025

El 20 de noviembre de 1975 marcó el principio del fin de una dictadura que 36 años antes se había impuesto a sangre y fuego. La Guerra Civil causó 200.000 muertos en acción bélica y otros 350.000 por la sobremortalidad de las privaciones. Además, F. Espinosa calcula que los sublevados asesinaron a 140.000 personas en la retaguardia durante la guerra y la posguerra (los republicanos, a 50.000). No hay que olvidar las penas de cárcel, multas, destierros y procesos de depuración profesional, así como el exilio permanente de cerca de 300.000 españoles. Tampoco la hambruna, que en los años cuarenta acabó con más de 200.000 vidas, según M. A. del Arco.

La contienda y el franquismo fueron una tragedia, pero no una rareza. Se enmarcaban en la profunda crisis que conmocionó la Europa de entreguerras: la paramilitarización de las disputas políticas, el auge de los movimientos totalitarios, el fascismo y el estalinismo, y el derrumbe del sistema parlamentario. De acuerdo con J. Casanova, 26 de los 28 países europeos eran democracias en 1920, pero a comienzos de 1939 más de la mitad se habían transformado en dictaduras.

Lo anómalo fue que un régimen fascistizado sobreviviese a la derrota del Eje en 1945. A pesar de sus vínculos con Hitler y Mussolini, Franco logró perpetuarse en el poder gracias a su capacidad de adaptación y a la geopolítica. La URSS había impuesto dictaduras vasallas en los países de Europa central y del este. Grecia e Italia, con potentes partidos comunistas, podían correr la misma suerte. Reino Unido y EEUU lo impidieron, asegurándose de que Europa occidental quedaba fuera de la esfera soviética. Así pues, la Guerra Fría permitió la continuidad del franquismo, que se presentaba como un dique nacionalcatólico contra el avance comunista y, por tanto, como el mal menor.

Millones de españoles tuvieron que seguir sufriendo dicho mal. Ahora bien, la dictadura no se sostuvo solamente por medio de la violencia represiva, que se iría haciendo más selectiva con el tiempo. Sus pilares fueron el Ejército, la Iglesia Católica, las antiguas fuerzas derechistas y un amplio porcentaje de la población, ya fuera franquista o indiferente.

Al coincidir con un ciclo favorable a escala global, los planes de desarrollo, la industrialización, las remesas de los trabajadores emigrados y el turismo extranjero permitieron un rápido crecimiento económico en la década de los sesenta. Empezamos a gozar de mayor bienestar material, lo que las autoridades intentaron utilizar para justificar su permanencia.

Fue insuficiente. El (relativo) aperturismo y la prosperidad habían originado un enorme cambio sociocultural. El régimen no supo seducir a las nuevas generaciones, que tenían necesidades e inquietudes diferentes a las de sus mayores. Sus principales aspiraciones políticas -libertades, amnistía y democracia- no cabían en la “democracia orgánica” en la que vivían.

Los muros de la dictadura se agrietaban tanto por dentro como por fuera. Por una parte, con un Franco avejentado que ya no ejercía de árbitro entre las “familias”, que no solo competían por el poder, sino que diseñaban para el futuro proyectos divergentes: volver atrás, quedarse como estaban o reformar. Por otra, la oposición se había reactivado: sindicatos, movimientos sociales, partidos políticos… También actuaban ETA y otras bandas terroristas (68 asesinatos entre 1968 y 1975), que pretendían sustituir a la dictadura franquista por otra de corte etnosocialista o comunista.

Como parecía inevitable en un sistema tan personalista, el empeoramiento de la salud del “Caudillo” coincidió con la crisis terminal de su autocracia. Su último año, 1975, fue muy convulso. Según el Ministerio de Gobernación, se produjeron 604 manifestaciones (372 de las cuales acabaron con intervención policial), 391 concentraciones, 535 asambleas y 138 encierros. Además, los terroristas mataron a 33 personas e hirieron a otras 285. El presidente Carlos Arias Navarro respondió con mano dura: un estado de excepción, con 12 víctimas de violencia policial, y las cinco últimas ejecuciones del franquismo. La imagen “amable” que había pretendido proyectar al mundo se evaporó.

Dos días después del “hecho biológico”, Juan Carlos I fue proclamado Rey de España. Confirmó a Arias Navarro, que concedió el primero de una serie de grandes indultos, excarcelando a 5.226 presos comunes y a 429 presos políticos. No obstante, pese a dar algunos pasos, su gobierno amparó episodios como la masacre del 3 de marzo en Vitoria y fue incapaz de transformar el sistema. En julio de 1976 los desacuerdos entre Juan Carlos I y el presidente provocaron su dimisión.

El monarca encargó la formación de un nuevo gobierno a Adolfo Suárez, el hasta entonces ministro secretario general del Movimiento. A pesar de la lógica desconfianza inicial de la oposición, el presidente sumó voluntades y lideró la democratización de las instituciones. El referéndum para la reforma política (diciembre de 1976) y las sucesivas elecciones celebradas desde junio de 1977, así como las nutridas movilizaciones sociales, confirmaron que los ciudadanos españoles estaban mayoritariamente a favor de una democracia avanzada en la que todos tuvieran cabida.

Sin embargo, hubo quien intentó hacer descarrilar la Transición. Por un lado, las tramas golpistas de los militares más nostálgicos, que culminarían en el 23-F. Por otro, la brutalidad de determinados agentes de la ley. A decir de D. Ballester, hubo 91 víctimas mortales de violencia policial con connotaciones políticas. Por último, despreciando la oportunidad histórica de la Ley de Amnistía, los terroristas se negaron a dejar las armas y asesinaron a 498 personas entre 1976 y 1982. La mayor parte de tales crímenes (340) tenían el sello de ETA, seguida de lejos por la extrema izquierda (73) y el terrorismo ultraderechista/parapolicial (62).

La Transición pudo haber naufragado, como ocurrió en otros países. El hundimiento de ciertas dictaduras comunistas provocó conflictos como el de Yugoslavia (140.000 muertos). Ya en el siglo XXI la Primavera Árabe ha venido acompañada de terrorismo y guerras civiles. Por descontado, también hubo dictaduras que se perpetuaron ahogando en sangre los movimientos reformistas, como en la plaza de Tiananmén (junio de 1989). Y no han faltado las que, pese a caer pacíficamente, han dado lugar a democracias fallidas o regímenes autoritarios. Por ejemplo, Rusia.

No fue nuestro caso. Pese a la crisis económica y al embate combinado de los enemigos de la joven democracia, la sociedad y sus representantes consiguieron que saliese adelante. Gracias al compromiso consciente de no repetir los errores que habían llevado a la Guerra Civil y al franquismo, hubo un generoso perdón, se respetó al otro y a sus ideas, se debatió y se buscó el consenso, cuya máxima expresión es la Constitución de 1978, y se construyó una democracia plena y estable.

Franco lleva medio siglo muerto. Ni él ni su dictadura van a volver. No obstante, en Occidente en general y en España en particular hay fenómenos que deberían preocuparnos, más en un momento de crisis e incertidumbre como el actual. Por un lado, la polarización extrema: la radicalización, la incapacidad de llegar a acuerdos, los discursos del odio, la deshumanización del adversario y los episodios de violencia política. Por otro, la desafección a la democracia de un creciente sector de los jóvenes, que aceptarían un régimen autoritario en ciertas circunstancias.

De acuerdo con Freedom House, en 1975 únicamente 40 de los 158 países del planeta eran libres: el 25%. Ahora lo son 85 de 195: el 43,5%. Se trata de una cifra engañosa, ya que solo albergan al 20% de la población mundial. El 80% de los seres humanos reside en estados que o no son libres (59) o solo lo son parcialmente (51). Al menos cinco de tales países fueron democracias en el pasado reciente. La libertad se puede perder.

La nuestra también.

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