«Por el contrario, y sobre todo desde la batalla de Caporetto, el solo hecho de llevar uniforme en público le había granjeado muestras de respeto y cordialidad de parte de todos los soldados y civiles con los que se había topado por la calle o en las poblaciones ocupadas por italianos situadas detrás de la línea del frente. El camionero se había desviado varios kilómetros de su camino para llevar a Antonio a Milán; el camarero del café que había cerca de la terminal no le había dejado pagar el desayuno; el hombre y la mujer de mediana edad que esperaban en la cola para subirse al tren habían insistido en cederle el paso a Antonio: todas esas personas, y muchas otras, mostraban respeto por el uniforme italiano, y deferencia hacia los hombres que lo llevaban, sin distinguir entre los soldados que estaban malheridos y aquellos que parecían gozar de una perfecta salud. Respeto era lo que un soldado merecía y apreciaba, no compasión. Antonio lo sabía. Lo sabía racionalmente. Pero en su interior se agitaban antiguas advertencias en contra de dar la impresión de que estabas mejor que tu vecino, de acomodarte en la sensación de bienestar, incluso de suponer que las cosas buenas de tu vida durarían mucho tiempo. Había crecido entre pesimistas, místicos, gente cuya mentalidad había sido conformada por terremotos, plagas y otras calamidades que escapaban a su control. En aquel pueblo no había nada seguro, no se podía contar con ninguna certeza. Maida era un lugar cálido, luminoso en las montañas, pero nadie veía realmente el sol. La gente vestía de negro aun cuando no tuviera motivos para ir de luto. Iban de luto por anticipado. En aquel lugar, el cumplido más irreflexivo podía interpretarse como una maldición».
Gay Talese: Los hijos