La mayor contribución del politólogo David C. Rapoport, hoy aceptada por toda la comunidad académica, ha consistido en identificar las cuatro oleadas de terrorismo que hemos sufrido desde 1880: la nihilista/anarquista, la nacionalista/anticolonial, la de la nueva izquierda y la fundamentalista religiosa. Cada ciclo estuvo protagonizado por perpetradores con cultura política, propósito y estrategia relativamente similares.
En el primer capítulo de Pardines. Cuando ETA empezó a matar, el historiador Juan Avilés analiza la tercera generación, surgida en los países desarrollados durante los años sesenta bajo el influjo de la revolución castrista, la independencia argelina, la guerrilla vietnamita y el marxismo heterodoxo de la New Left. La mayor parte de la lista está ocupada por bandas de extrema izquierda: la RAF (“Baader-Meinhof”) en la República Federal Alemana, las Brigadas Rojas en Italia, Action Directe en Francia, sucesivos Ejércitos Rojos en Japón o el FRAP y los GRAPO en España. Aunque menos, también hubo grupos nacionalistas radicales con tintes socializantes, como las distintas ramas del IRA y ETA; y de ultraderecha, tal que los italianos Ordine Nuovo y Nuclei Armati Rivoluzionari, ocasionalmente vinculados al terrorismo parapolicial.
Pese a sus diferencias doctrinales, la militancia de tales organizaciones compartía juventud, extremismo, desprecio por la vida humana y fascinación por el modelo guerrillero tercermundista. Al no poder aplicar ese patrón en Occidente, recurrieron a un sucedáneo: el terrorismo.
Si bien había precedentes, suele establecerse el inicio de la tercera oleada en torno a 1968. El 7 de junio de ese año ETA acabó con la vida de su primera víctima mortal, el guardia civil de Tráfico José Antonio Pardines. En Irlanda del Norte la lealista UVF ya había asesinado en 1966; el IRA Provisional hizo lo propio en 1969, prácticamente a la vez que los Tupamaros uruguayos y los neofascistas italianos. Los Montoneros argentinos comenzaron a matar 1970, la RAF en 1971, el FRAP en 1973, las Brigadas Rojas en 1974 y los GRAPO en 1975.
En Italia, Gran Bretaña, Alemania o España los terroristas convirtieron la década de los setenta en años de plomo. Hubo miles de atentados y centenares de víctimas. No obstante, fracasaron: jamás alcanzaron sus objetivos centrales. Rechazadas por la ciudadanía y descabezadas por las operaciones policiales, casi todas las bandas desaparecieron a lo largo de los ochenta. Solo sobrevivieron algunas de ideología etnonacionalista, que habían concitado cierto respaldo político y social: los lealistas norirlandeses, el IRA y ETA.
La actividad de estos vestigios de la tercera ola se solapó con la de la cuarta, la de los terroristas yihadistas. Las masacres consumadas por Al Qaeda el 11 septiembre de 2001 en Nueva York y el 11 de marzo de 2004 en Madrid conformaron una coyuntura internacional desfavorable para los intereses de los perpetradores del anterior ciclo. Agotada, cercada policialmente, con cada vez más problemas y menos apoyos, lo que quedaba de la vieja generación perdió la fe en la victoria. No se trató de una reflexión moral, sino de puro pragmatismo. Se dieron cuenta de que la violencia terrorista era inútil. En realidad, siempre lo había sido: su historia fue un inmenso y dramático error.
El IRA Provisional anunció su desarme en 2005 y, pese a que sufrió la escisión de algunos grupúsculos de nostálgicos, se considera desmantelado desde septiembre de 2008. ETA se había quedado sola. Se trataba de una antigualla, pero todavía era letal. En marzo de 2010 sus pistoleros asesinaron a Jean-Serge Nérin, brigadier de la Police Nationale francesa, su última víctima mortal. En pleno siglo XXI, cuando el resto de la tercera oleada de terrorismo llevaba tiempo cogiendo polvo en el museo de los horrores, los etarras seguían matando en nombre de la patria.
Derrotada por el Estado de Derecho, ETA ha desaparecido. Por desgracia, ha dejado una huella profunda en su entorno, el nacionalismo vasco radical, que se resiste a abandonar la religión política que en el libro En el nombre de Euskal Herria el profesor Jesús Casquete bautizó como “gudarismo”: el culto a los terroristas. Según el cómputo que realiza Covite, que deja afuera pintadas o pancartas, en 2017 se celebraron 48 homenajes a etarras. En 2018 han sido 62, entre ellos varios dedicados al asesino de José Antonio Pardines.
La nómina incluye los ongi etorri: el recibimiento que se tributa a los condenados por delitos de terrorismo cuando salen de la cárcel. No se trata de simples manifestaciones privadas de alegría, sino de actos públicos en los que se glorifica a quienes tienen las manos manchadas de sangre (o a sus cómplices). Sirven para marcar el territorio abertzale; reforzar el mito del secular “conflicto” étnico; consolar a los autoproclamados “gudaris”, que han de aceptar que mataron y desperdiciaron su vida en prisión para nada; y tranquilizar la conciencia de quienes les jaleaban desde la cómoda retaguardia.
Los homenajes hieren a las víctimas de ETA. Además, perpetúan el discurso del odio del que surgió y se nutrió la banda. Se trata de un caldo de cultivo en el que puede regenerarse la violencia. Deben cesar ya. Es hora de enterrar sin honores a la tercera oleada de terrorismo.