Raúl López Romo y Gaizka Fernández Soldevilla: «Prisioneros de Franco y ETA», El Correo, 23-II-2019

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Margarete Buber-Neumann fue una comunista alemana que, caída en desgracia en la URSS, sobrevivió a sucesivos cautiverios en el gulag y en los campos de concentración del Tercer Reich. Su experiencia, recogida en el libro Prisionera de Stalin y Hitler, resume la naturaleza del totalitarismo: el ambiente de terror generado por el Estado policíaco, la persecución enfermiza de toda disidencia, la ausencia de cualquier garantía jurídica, el fomento de la delación, la anulación de los resquicios de libertad del individuo, sometido al colectivismo más gregario, y una enorme maquinaria burocrática, bajo el pretexto de alcanzar un bien absoluto (ya fuera la primacía de la “raza aria” o la sociedad sin clases) de la mano de un partido único y, a su cabeza, de un líder mesiánico.

Sin pretender diluir las diferencias entre tiranías totalitarias de un extremo y de otro, Hannah Arendt las caracterizó como sistemas de “dominación total” y atinó al subrayar sus similitudes. De ellas, destacamos una: la consecuencia de su praxis. Imponer el paraíso en la tierra justificaba el control por parte de un Estado omnímodo de todos los ámbitos de la vida y la eliminación de aquellos que supuestamente se interponían: millones de víctimas inocentes, prescindibles, en ese camino hacia un hombre y un orden nuevos.

Dos regímenes particularmente criminales del siglo XX merecían para Arendt la denominación de totalitarios: el nacionalsocialista y el estalinista. Eso no impidió que percibiera la inclinación totalitaria de otros, como el fascismo mussoliniano o el franquismo. Además, no solo cabe hablar de gobiernos, sino también de movimientos totalitarios que, sin haber alcanzado necesariamente el poder, han marcado su tiempo a sangre y fuego, como el nacionalismo vasco radical. En este punto quizás podamos acercar el foco a algunas personas que, parafraseando a Buber-Neumann, fueron “prisioneras de Franco y ETA”.

En su poemario póstumo, Memoria de silencios, el sociólogo Víctor Manuel Urrutia recordaba los dos nombres en clave que había usado a lo largo de su vida: Urkiaga, para protegerse de la policía franquista; Tango 219, a consecuencia del acoso de ETA y su entorno. “Cambié un nombre por otro, /una guerra por otra./ Siempre había patriotas en/ el otro bando”. Distintas banderas, el mismo fanatismo antidemocrático y violento. Si la dictadura le detuvo y le torturó, la amenaza de ETA le obligó a vivir con escolta durante varios años. ¿Su pecado? Ser un intelectual de fe cristiana e ideas socialistas.

Su caso dista de ser una rareza. A partir de 1977 el nacionalismo vasco radical persiguió a antifranquistas provenientes del FLP, el PCE, el PSOE u otros grupos de izquierda, que habían destacado por su compromiso con la libertad, la democracia y la justicia social. Fueron objeto de amenazas, pintadas, sabotajes, etc. Incluso se atacó la obra del artista Agustín Ibarrola. Además, algunos veteranos, como José Ramón Recalde, resultaron gravemente heridos en atentado. A otros ETA les arrebató la existencia: José Luis López de Lacalle, Francisco Tomás y Valiente, Fernando Múgica, Fernando Buesa, Ernest Lluch, Juan María Jáuregui…

La lista es demasiado larga como para nombrarlos a todos, pero hoy es inevitable recordar a Enrique Casas. Físico y senador por el PSOE, hace 35 años dos pistoleros de los Comandos Autónomos Anticapitalistas lo mataron a tiros en su propia casa de San Sebastián en plena campaña electoral. Era el cabeza de lista por Guipúzcoa. Tenía mujer, Bárbara Dührkop, cuatro hijos y toda una vida por delante. Casas fue el segundo socialista asesinado por esta banda, que en octubre de 1979 ya había hecho lo propio con Germán González. En la década siguiente, durante la etapa de la “socialización del sufrimiento”, la campaña de ETA contra políticos no nacionalistas sería sistemática.

Casas fue asesinado el 23 de febrero de 1984. Ese día un joven Fernando Aramburu, que lo había conocido personalmente, decidió que escribiría sobre el terrorismo y sus víctimas. En cierto sentido, puede decirse que aquel crimen fue el germen de la novela Patria. Es difícil pensar en un homenaje mejor.

Viktor Frankl, psicólogo y superviviente de varios campos nazis, contaba que la ley del instinto de conservación del Lager consistía en “no llamar la atención. Hacíamos lo imposible por no llamar la atención de las SS”. Por eso los prisioneros buscaban “el centro de las formaciones; allí se recibían menos golpes de los guardias, que marchaban en los flancos, al frente y en la retaguardia del grupo”. También nuestra sociedad ha estado condicionada por esa ley no escrita, que explica la génesis de dos espirales de silencio diferentes: primero la que causó el temor a las represalias del franquismo, luego la motivada por el miedo a los atentados de ETA. Por eso, al contrario que en el resto de España, en Euskadi se siguieron escuchando recomendaciones como “no te signifiques” o “no te metas en política” mucho después de 1977.

Pese a todo, hubo justos que se negaron a mirar hacia otro lado y se posicionaron contra el terror, tomara forma de dictadura o de ETA. Algunos de ellos, haciendo gala de una responsabilidad moral inquebrantable, lo hicieron en ambos casos. Pagaron un precio enorme.

 

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