Hace 25 años comenzó uno de los acontecimientos más trágicos del siglo XX. Alrededor de 800.000 personas fueron asesinadas en apenas un centenar de días. Se cometieron, además, cientos de miles de secuestros, violaciones, saqueos… Los perpetradores de aquellos crímenes conocían perfectamente a las víctimas: eran sus vecinos, sus compañeros de clase o trabajo, incluso sus familiares. ¿Cómo pudo ocurrir algo así?
La población de Ruanda estaba compuesta por una mayoría hutu y dos minorías: una tutsi y otra twa (pigmeos). Hablaban el mismo idioma y todavía se discute si conformaban etnias distintas o simplemente se trataba de castas creadas en el periodo de entreguerras por los colonizadores belgas, que dieron preminencia a los tutsis. De cualquier manera, cuando el país se independizó en 1962 ya se registraban tensiones y matanzas ocasionales. Las políticas de exclusión contra los tutsis empeoraron tras el golpe de Estado que en 1973 instauró una dictadura de partido único encabezada por el militar hutu Juvénal Habyarimana. En 1990 el Frente Patriótico Ruandés, compuesto mayoritariamente por tutsis exiliados, pasó a la ofensiva contra el régimen, lo que derivó en una guerra civil. Dos años después la contienda parecía en vías de solución, gracias al establecimiento de un gobierno transversal de transición.
Todo se quebró el 6 de abril de 1994, día en el que un misil derribó el avión de Habyarimana, que viajaba junto al presidente de Burundi, Cyprien Ntaryamira, también hutu. Todos los pasajeros murieron. El magnicidio no solo dio al traste con los anhelos de paz, sino que fue la chispa que inició el genocidio. A las pocas horas los hutus más radicales empezaron a matar tanto a sus conciudadanos tutsis como a los hutus que se oponían a la carnicería. Los asesinos fueron inusitadamente brutales: dos de sus métodos predilectos eran el machete y el masu, un garrote tachonado con clavos.
En realidad, no se trató de una reacción espontánea al atentado, sino que respondía a un minucioso plan de exterminio, precedido por una campaña de propaganda. Medios de comunicación como la Radio Télévision Libre des Mille Collines llevaban tiempo dando una versión adulterada de la historia del país, estableciendo una división maniquea entre “ellos” y “nosotros”, así como emitiendo un mensaje etnonacionalista y racista. En resumen, se culpaba de todos los males de Ruanda a los tutsis, que eran deshumanizados como “cucarachas” o “serpientes”. Ya no bastaba con discriminar a esos enemigos internos: había que “eliminarlos”. El magnicidio fue solo una excusa para pasar de las palabras a los hechos.
El proceso de animalización al que fueron sometidos los tutsis nos resulta familiar. Es uno de los “universales del odio” sobre los que ha advertido Martín Alonso. Se detecta en la retórica de movimientos totalitarios de diversa índole. El nazismo tachó a los judíos de “bacterias”, “piojos” o “ratas”. ETA y su entorno hicieron lo propio con policías y guardias civiles: “txakurrak” (perros). La misma expresión, por cierto, que los yihadistas emplean con aquellos a los que no consideran auténticos musulmanes. Por su parte, la extrema derecha compara a los negros con “simios” y a los izquierdistas con “cerdos”. Al transformar a seres humanos en bestias, los fanáticos pretenden arrebatarles la dignidad y alentar a la violencia contra ellos, legitimándola.
La moraleja es sencilla: hay que evitar los discursos de odio. Son potencialmente peligrosos para la convivencia. Ahora en Ruanda está prohibido hablar acerca de etnias diferentes. Oficialmente, ya no existen hutus ni tutsis. Tampoco es legal equiparar el genocidio con los crímenes del Frente Patriótico Ruandés, subterfugio al que se aferraban los genocidas. Se trata, en definitiva, de impedir la repetición de la catástrofe.
En Euskadi, sin embargo, todavía es habitual que se deshumanice a policías y guardias civiles, representados como “txakurrak” en la propaganda abertzale; o que incluso se les tilde de “nazis” y otras lindezas en el Parlamento. Tampoco faltan las justificaciones de los atentados de ETA, aludiendo al supuesto “conflicto” secular entre vascos y españoles, o los carteles y pintadas loando a los miembros de la banda, a quienes se tributan homenajes públicos cuando salen de la cárcel. La pesadilla etarra terminó, pero ha dejado rescoldos. ¿Quién nos asegura que no volverán a prender fuego en el futuro?
No se trata del único discurso de odio que nos amenaza, como prueban los atentados de los últimos años. Pese a la caída del “Califato” y los esfuerzos internacionales, el terrorismo yihadista sigue actuando en todo el mundo. El de ultraderecha ha causado una masacre en Nueva Zelanda, lo que indica que no deberíamos bajar la guardia en ese frente.
El Estado tiene la obligación de garantizar nuestra seguridad. En tal sentido, la prevención de la radicalización ha de ser una de sus prioridades. No obstante, como ciudadanos, nosotros también podemos contribuir a desactivar el caldo de cultivo de la violencia política. Empecemos por renunciar a las expresiones que animalizan a nuestros congéneres, sean quienes sean, piensen lo que piensen. Seamos conscientes de que son seres humanos. Y, a continuación, pasemos a recordárselo a quienes lo han olvidado.