GFS: «Las heridas abiertas de Irlanda del Norte», El Correo, 28-X-2019

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El hotel Europa de Belfast, donde se alojaban las principales autoridades y los corresponsales de prensa, tiene el dudoso honor de ser el establecimiento que ha sufrido más atentados de Europa. En total, desde su apertura en 1971, han explotado allí 36 bombas. Incluso hay un documental de la BBC sobre su historia, The Europa Hotel – Bombs, Bullets and Business as Usual (2011). No era raro que la onda expansiva hiciera añicos las cristaleras del victoriano pub The Crown, situado justo enfrente, que se veía obligado a cerrar para realizar reparaciones. Hoy en día la amenaza terrorista es cosa del pasado, al menos aparentemente. Cuando visité el local, el ambiente era tranquilo y acogedor: los parroquianos hablaban, reían y disfrutaban de unas pintas de cerveza. Ni siquiera faltaban turistas.

La firma del Acuerdo de Viernes Santo en abril de 1998 puso fin a la espiral de violencia que había marcado la historia de Irlanda del Norte desde los años sesenta, eufemísticamente conocida como The Troubles (Los Problemas). Se inauguraba de manera oficial una nueva y esperanzadora etapa, que ha permitido innegables mejoras en la vida diaria de sus habitantes. Lejos de parecer casi una zona de guerra, como antaño, ahora Irlanda del Norte muestra una fachada próspera, moderna y atractiva. El cambio responde, al menos en parte, al programa PEACE, en cuyo marco la UE ha invertido cientos de millones de euros, pero también al esfuerzo de la ciudadanía.

Sin embargo, todavía se detectan heridas sin cicatrizar. Lo comprobé hace unas semanas, cuando participé en una jornada sobre experiencias comparadas que se celebró en el Parlamento de Irlanda del Norte, Stormont. La habían organizado COVITE, la Fundación Miguel Ángel Blanco y South East Fermanagh Foundation, una asociación norirlandesa que agrupa a víctimas de todo tipo terrorismo.

En Irlanda del Norte los niños siguen yendo a colegios segregados, lo que les impide relacionarse con compañeros de la otra “comunidad”. Aunque el centro de Belfast es tierra de nadie, los barrios católicos y protestantes permanecen divididos por los Peace walls (Muros de la paz), otra perífrasis. Por la noche, obedeciendo a una especie de toque de queda, los portones se cierran y los vecindarios quedan aislados. El visitante no necesita preguntar por la religión (o la cultura política) mayoritaria en el sector. Se lo revelan las banderas que cuelgan de farolas y ventanas, los letreros de las calles, los monumentos en recuerdo de los “caídos” y los murales que cubren algunas paredes: si se exige la unidad de Irlanda y se glorifican a las distintas ramas del IRA, especialmente a la provisional, estamos en un barrio católico; si se exalta el pasado británico o a las bandas lealistas (UVF, UFF…), en uno protestante. El mensaje está claro: asesinar estuvo bien. Aunque está lejos del sentir del grueso de la sociedad, que nunca apoyó el terrorismo, la hegemonía visual de los extremistas no ha provocado una rebelión cívica.

Según el historiador Henry Patterson, catedrático emérito de la Universidad del Ulster, la violencia política producida en Irlanda del Norte arroja un saldo de alrededor de 3.700 víctimas mortales y 47.000 heridos, entre los que se incluyen aquellos con secuelas psicológicas. Contra lo que pudiera pensarse, el contador no se detuvo en 1998. Desde entonces los disidentes del IRA y de los grupos lealistas han causado 250 víctimas mortales. La última fue la periodista Lyra Mckee, a la que un pistolero del Nuevo IRA asesinó en abril de 2019.

Pese a que hay notables diferencias entre ambos casos, como la inexistencia de un conflicto armado entre dos bandos en el País Vasco, el drama personal de muchas de las víctimas de Irlanda del Norte es similar al de las víctimas españolas. A todas ellas los terroristas los hirieron o les arrebataron a un ser querido en nombre de la patria. Ahora bien, la situación de los damnificados norirlandeses es peor. En su opinión, el Gobierno británico los ha percibido como una incómoda molestia, por lo que no solo se ha desentendido de ellos tras concederles unas indemnizaciones ridículas, sino que los ha marginado. En contraste con el desamparo institucional de las víctimas, los terroristas se han beneficiado de una amnistía encubierta, que los sacó de la cárcel y dejó impunes sus crímenes. De vuelta a casa, son enaltecidos como héroes, gozan de prestigio y ocupan puestos de poder. No es de extrañar que a ETA y a su entorno les fascinara el modelo de Irlanda del Norte.

En marzo de 2012 se inauguró en Belfast un gigantesco museo dedicado al Titanic, construido entre 1909 y 1912 en un astillero de la localidad. Como es sabido, el trasatlántico se hundió en su primer viaje y más de 1.500 personas murieron ahogadas. Al igual que el iceberg contra el que chocó el Titanic, bajo la superficie de normalidad norirlandesa se oculta un grave peligro. Por un lado, la fractura social, el blanqueamiento del terror y la perpetuación de los discursos del odio. Por otro, la ausencia de lo único que podría vacunar a la juventud contra el fanatismo y la tentación de las armas: una política pública de memoria rigurosa y un plan para la prevención de la radicalización. En Euskadi también acechan algunos de estos escollos. ¿Vamos a evitarlos?

 

 

 

 

 

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