Los límites de la historia

Como José Luis de la Granja (El nacionalismo vasco. Claves de su historia, 2009), cuando comencé a investigar y escribir creía firmemente que «el conocimiento del pasado reciente no soluciona los problemas del presente, pero sí contribuye a su entendimiento, para evitar repetir errores históricos, que es condición necesaria para su resolución en el futuro». Sin embargo, reconozco que a veces son bastante pesimista al respecto. Hay que constatar que estos nobles propósitos chocan demasiado a menudo contra la dura realidad

El historiador guipuzcoano Juan Pablo FusiLos vascos y su historia», El Correo, 5-IV-1987) denunciaba en 1987 que la mayoría de la ciudadanía de Euskadi conocía la figura del general carlista Tomás de Zumalacárregui, pero desconocía la de su hermano, Miguel Antonio de Zumalacárregui, político vasco progresista que ocupó los cargos de diputado, ministro y presidente de las Cortes. Era el paradigma de cómo el «País Vasco desconoce su historia más reciente. Está forjándose una conciencia de sí mismo mutilada y deforme: está construyendo su identidad sobre una amputación brutal de la verdad histórica. Tal vez se esté aún a tiempo de rectificar». Fusi todavía tenía confianza en que los historiadores y los medios de comunicación recuperaran para el gran público «la verdadera historia del País Vasco».

Hoy en día Tomás de Zumalacárregui tiene un lugar destacado en los libros escolares e incluso ha dado nombre a calles (incluyendo una enorme avenida en Bilbao, la misma ciudad que ordenó bombardear). Miguel Antonio permanece relegado, aunque, como me corrige amablemente un lector, el museo Zumalacárregui, sito en Guipúzcoa, sí que se ha preocupado en rememorar su figura y la del liberalismo.

El filólogo y ensayista Jon Juaristi se propuso con El linaje de Aitor (1987) «la tarea de sacar a nuestro pueblo de su letal ensimismamiento. Será preciso, para ello, que muera nuestro pasado y, con él, todas las ensoñaciones románticas que han distorsionado trágicamente la imagen del pueblo vasco». Once años después, en la edición de 1998, admitía que, pese a la «edad dorada» de la historiografía vasca, «la recuperación de la historia no se ha traducido en una correlativa erosión de los mitos y falsificaciones» que continuaban imperantes. «El viaje no ha merecido la pena». El mensaje de El linaje de Aitor, al igual que el de otras muchas obras de historia, no había llegado ni al «hombre de la calle» ni a «los mismos universitarios».

Probablemente la dificultad resida, como afirmaba Granja, en que «la historia que divulgan los medios de comunicación de masas no coincide con el nivel de conocimiento alcanzado por la historiografía vasca». Sea por este o por otros motivos (nuestros propios errores, al escribir para otros historiadores, no para el ciudadano medio; el desinterés de los medios de comunicación, comparable con el de muchos historiadores respecto a la divulgación; el desprecio por el conocimiento de nuestra generación; los hábitos de lectura, etc.), lo cierto es que la historia rigurosa no llega a su público potencial. Aunque la historiografía vasca sea pujante, que lo es, la academia funciona como un circuito cerrado: lo que produce se queda allí como material de nueva producción intelectual, que se queda allí. El hueco que deja lo ocupa la literatura histórica sesgada, partidista y combativa. Hay panfletos antinacionalistas y nacionalistas (vascos) radicales, pero en Euskadi tienen más éxito estos últimos, sobre todo porque están impulsados por los engranajes de la maquinaria cultural de la «izquierda abertzale«, que incluye medios de comunicación, editoriales, distribuidora de libros, librerías, etc. Así, por desgracia, los mitos permanecen vivos. Y, con ellos su derivado: el odio, el victimismo, el sentimiento de superioridad, etc.

Es una batalla desigual, por tanto, la que se establece entre la historia profesional y la literatura partidista. Una batalla que la primera lleva años perdiendo. No hay que rendirse, desde luego, pero hay que tenerlo en cuenta. Es necesario salir del gueto académico sea como sea, intentando llegar a la ciudadanía. El historiador no puede ser un erudito que escriba para otros eruditos. Tiene una función social que cumplir. De otro modo, todo su esfuerzo, todo su trabajo, no serviría de nada.

Tomas de Zumalacarregui

2 comentarios

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2 Respuestas a “Los límites de la historia

  1. Zumalakarregi

    «Zumalakarregi museoa» no es un museo sobre Tomas (precisamente por algo no lleva «Tomas» en el nombre), y si en algo ha destacado este museo desde su fundación es en la recuperación, estudio y difusión del partido liberal (por nombrarlo de alguna manera) a través de la figura de Migel Antonio. La Diputación de Gipuzkoa a traves de sus organismos (como son este museo o el centro Koldo Mitxelena por ejemplo) lleva muchos años trabajando para que se conozca toda una época en su conjunto.

  2. Error mío entonces, gracias por la puntualización.

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