Elogio de los justos
El 22 de mayo de 1986 un pequeño grupo de unas 60 personas participó en una concentración pionera en San Sebastián. Su objetivo era denunciar que dos días antes ETA había acabado con la vida del policía nacional Manuel Fuentes Pedreira en Arrigorriaga. Para comprender la trascendencia del acto hay que ponerse en situación. Hasta entonces, la respuesta social a los atentados terroristas en Euskadi había sido muy limitada. En cambio, el nacionalismo vasco radical, afín a ETA, se movilizaba constantemente, haciendo apología del terrorismo y amedrentando a quienes no pensaban como ellos y se atrevían a decirlo.
Aquel grupo de ciudadanos, que tomó el nombre de Asociación por la Paz, se propuso iniciar una campaña sostenida en el tiempo y salir a la calle cada vez que se produjera un nuevo asesinato para gritar con su silencio: “No en mi nombre”. Gesto por la Paz había empezado a convocar actos similares el año anterior en Vizcaya. Denon Artean-Paz y Reconciliación cogió el relevo en Guipúzcoa.
Hoy se habla de la necesidad de poner en valor trayectorias de mujeres que contribuyeron a cambiar sus circunstancias. Científicas, políticas, deportistas, artistas, activistas… Se trata así de resaltar lo que la historia ha dejado muchas veces en un segundo plano. Sin la aportación femenina no es posible entender la evolución de la sociedad en todos los órdenes. Cristina Cuesta Gorostidi es un ejemplo de precursora.
Cristina nació en San Sebastián en 1962. El 26 de marzo de 1982, cuando tenía 20 años, los Comandos Autónomos Anticapitalistas mataron a su padre, Enrique Cuesta, delegado de Telefónica en Guipúzcoa, y al policía que lo escoltaba, Antonio Gómez. Pocos años después, Cristina fundó la Asociación por la Paz y Denon Artean. Ejerció como portavoz de esas entidades, así como de COVITE, el Colectivo de Víctimas del Terrorismo en el País Vasco, del que fue presidenta. Escribió numerosos artículos en la prensa y en 2000 publicó un libro, Contra el olvido, donde reunió testimonios de víctimas del terrorismo. Fue la primera obra en la que se daba voz a esas personas. Actualmente Cristina es directora de la Fundación Miguel Ángel Blanco y ha empezado a escribir su autobiografía. Su hermana Irene la acompañó en muchas de estas peripecias, como en los orígenes del movimiento pacifista.
Las situaciones de violencia grave originan cuatro tipos de comportamiento. Hay perpetradores que provocan un daño injusto. Hay espectadores indiferentes (los retrató Aurelio Arteta) que miran hacia otro lado. Hay víctimas, siempre inocentes, en el sentido de que no fueron merecedoras del dolor causado. Y hay justos que supieron dar una respuesta ejemplar, pese a los riegos que podía suponer, al estilo de los “justos entre las naciones”: ciudadanos de diferentes países que protegieron a judíos, evitando que fueran exterminados durante la Segunda Guerra Mundial.
Esas categorías no son compartimentos estancos. Hay algunas personas que reunieron la doble condición de victimarios y de víctimas, como Melitón Manzanas o Argala; hay otras personas que un día callaron por miedo, pero a la semana siguiente no consintieron un abuso en su entorno, etc. Aún y con todos los matices, esos cuatro tipos ideales nos aproximan a la realidad y, sobre todo, nos ayudan a deslindar que no todos fueron criminales ni todos fueron inocentes. Albert Camus explicó que los terroristas creen ser las auténticas víctimas y la genuina encarnación de la justicia. Sus simpatizantes también los ven así. Eso induce a confusiones. Por eso conviene clarificar cuál es su verdadero rol, evitando legitimaciones o ambigüedades ante el mal. Y es que tanto el relativismo extremo (todos hemos sufrido) como las condenas homogéneas (toda la sociedad fue culpable) laminan moralmente a los justos.
Entre los justos hubo sanitarios que salvaron a víctimas de atentados, artistas, periodistas o literatos que favorecieron la deslegitimación del terrorismo, artificieros que arriesgaron su vida para desactivar bombas, concejales que garantizaron la pluralidad política pese a las amenazas, testigos que ayudaron a detener a comandos evitando futuros ataques o pacifistas que se movilizaron contra la violencia. En esa concentración de 1986 en San Sebastián participaron varias víctimas del terrorismo, con Cristina Cuesta al frente. Las víctimas no cayeron en el ojo por ojo. Esa ausencia de venganza también tiene un valor enorme como referente cívico.
Los intelectuales son más dados a criticar lo que funciona mal que a resaltar aportaciones positivas. Pero estas últimas tienen un formidable poder pedagógico. El Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo que se está construyendo en Vitoria-Gasteiz deberá narrar historias de los justos. No con la intención de construir héroes sin mácula. Nadie es perfecto. Sino para dejar claro que personas corrientes, falibles, como cualquiera de nosotros, pueden dar ejemplo ante una tesitura compleja, eligiendo hacer el bien. Además, estos casos dejan en evidencia que otras actitudes, las opuestas, no eran un fruto inevitable del contexto, sino la consecuencia de abrazar una ideología totalitaria. Entre unos y otros hay un abismo moral. El testimonio de los justos nos ayuda a reconstruir con fidelidad la historia del terrorismo y a poner a cada uno en su lugar. El aniversario del doble atentado contra Enrique Cuesta y Antonio Gómez, del que ahora se cumplen 35 años, es una buena ocasión para recordarlo.