GFS: «El pasado que no pasa», El Correo, 21-XI-2020

Aurelio Prieto, natural de Llerena (Badajoz), y Conchi Fernández, de Alsasua, se conocieron en San Sebastián en septiembre de 1978. La joven pareja se casó en agosto del año siguiente. Casi toda la familia de la novia les hizo el vacío. Conchi había cometido un delito de lesa patria: enamorarse de un guardia civil. Con todo, el matrimonio lo superó. Ella cuenta que Aurelio era una persona muy alegre y, pese a la amenaza terrorista, había echado raíces en el País Vasco. No se quería ir. Tuvieron una hija en abril de 1980, el año en el que ETA llegó a la cúspide de su letalidad: 95 víctimas mortales, 73 heridos y 17 secuestros.

Aurelio solía tomar el café en el bar que estaba enfrente de la ermita de la Virgen de Izascun (Tolosa). En ese mismo lugar, a las 12:30 de un 21 de noviembre de hace cuatro décadas, él y otro par de guardias civiles vieron a dos hombres sospechosos. Cuando les pidieron la documentación, los individuos sacaron sus armas y dispararon contra los agentes: eran integrantes de los Comandos Autónomos Anticapitalistas. Aurelio recibió una herida de bala en el pecho y se desplomó. Uno de los terroristas lo remató de un tiro en la cabeza. Al segundo guardia civil se le encasquilló la pistola. El tercero, que había sido objeto de otro atentado cinco meses antes, sufrió lesiones en el brazo derecho y rodó por el suelo para alejarse. Consiguió montar su arma con la mano izquierda y hacer fuego, asustando a los dos pistoleros, que se dieron a la fuga. Quedó herido grave, pero sobrevivió.

Aurelio tenía 23 años cuando lo mataron. Su viuda, Conchi, tres menos. La subieron en el mismo avión de carga que transportaba el féretro de su marido. Llevaba en el regazo a su hija de seis meses y a su lado, a su hermana, que lo dejó todo por ella. Las tres se trasladaron a Mérida. Y tuvieron que empezar de cero.

Se identificó como presuntos autores del crimen a Eugenio Barrutiabengoa y Jesús Ricardo Urteaga Repullés (Txetxu), dos miembros de los CAA a los que se atribuían numerosas víctimas mortales. No obstante, como tantos otros terroristas, ambos estaban “refugiados” en Francia, a salvo de las FCSE. Si bien fueron detenidos en 1984, las autoridades galas se negaron a entregarlos a la justicia española. Se les deportó a Venezuela. Pese a las peticiones oficiales, tampoco el gobierno de aquel país aceptó extraditarlos a España. Nunca fueron juzgados.

Urteaga residió en Caracas hasta su fallecimiento en abril de 2020. El nacionalismo radical mostró a la familia de este “refugiado político” su afecto y solidaridad. En agosto se celebró un homenaje a Urteaga en Azkoitia. Un par de personas tocaron la txalaparta y, como es habitual en estos casos, se plantó un árbol. En una pancarta, colocada junto a la foto del difunto, se aludía a su vinculación a los CAA: “Kapitalismoaren aurka atzo, gaur eta beti! Agur eta ohore, Txetxu!”. ¡Contra el capitalismo ayer, hoy y siempre! ¡Adiós y honor, Txetxu!

Pintadas, murales, carteles, jornadas de “lucha”, manifestaciones, aniversarios como el Gudari Eguna, ongi etorri a los condenados por delitos de terrorismo cuando salen de la cárcel… Covite lleva un lustro contabilizando los actos públicos de enaltecimiento de la violencia que tienen lugar en las calles del País Vasco y Navarra. En 2016 fueron 3; en 2017, 76; en 2018, 198; en 2019, 110. En lo que llevamos de 2020 ya van 174. ¿Cuántos serán en 2021?

La “izquierda abertzale” no ha inventado nada. Distintos movimientos antidemocráticos han glorificado a sus héroes y “caídos por la patria” en el pasado. El mecanismo es tosco pero efectivo, como ha explicado Jesús Casquete en obras como En el nombre de Euskal Herria y la más reciente El culto a los mártires nazis. Alemania, 1920-1939. Aquí y ahora los homenajes a quienes tienen las manos manchadas de sangre y a sus cómplices buscan reforzar el mito del secular “conflicto” étnico, legitimar la historia criminal de ETA y continuar sacando réditos políticos del terrorismo.

Se trata de una estrategia no solo inmoral, sino también perniciosa para la convivencia. Por un lado, los organizadores de tales actos están causando un intenso e innecesario dolor a víctimas del terrorismo como Conchi. Por otro, al convertir en héroes y mártires a quienes asesinaron, hirieron, secuestraron, extorsionaron o ayudaron hacerlo, están enseñando un peligroso modelo de conducta a los menores de edad que asisten a dichas ceremonias. La lección es simple: el fin justifica los medios. Las consecuencias parecen previsibles: más violencia. En vez de hipotecar de nuevo el futuro de la sociedad vasca, ¿no sería mejor mirar con ojos críticos al pasado para enmendar los errores del presente?

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