El nacionalismo vasco, como todos los movimientos de este signo, está obsesionado con construir cierto discurso de la diferencia. Para crear una identidad colectiva (una nación, si se quiere) hace falta dibujar fronteras que separen el “nosotros” del “ellos”. Buscar hechos diferenciales. A lo largo de su historia el nacionalismo vasco ha establecido distintos criterios de exclusión: primero los apellidos autóctonos, luego la lengua (es vasco el euskaldun, el vascoparlante) y finalmente el ideológico: solo es vasco el abertzale. Pero, además de dichos parámetros, un discurso de la diferencia necesita de elementos más visuales para marcar distancias con el “allí” siempre imaginado como oscuro y mediocre, cuando no hostil. Requiere centrarse en lo de “aquí” y lo “nuestro”, obviando lo que nos une al resto de la península, incidiendo en aquello que nos «separa». Y, cuando no lo hay, se inventa. Precisamente una de las herramientas ideológicas del nacionalismo es la invención de la tradición o, en determinados casos, la manipulación interesada de elementos previamente existentes, como el folclore. Por ejemplo, modificando el simbolismo de una figura local (el Olentzero) para presentarla como un emblema “nacional” que sustituya a otras figuras con mayor arraigo, pero que tienen el problema de ser compartidas con el resto de España (Los Reyes Magos).
Uno de los elementos qu
e recientemente ha instrumentalizado el movimiento abertzale ha sido el Joalduna o Zampantzar. Se trata de una mascarada de invierno propia de los pueblos de Ituren y Zubieta (Navarra) protagonizada por unas figuras carnavalescas disfrazadas con enaguas, zamarras de oveja, pañuelos de colores y gorros cónicos, así como multitud de escandalosos cencerros. Esos joaldunak desfilan a finales de enero para “despertar” a la primavera. Se trata de una costumbre local, probablemente de origen prerromano, tan vistosa, interesante y respetable como otra cualquiera.
El problema es que el nacionalismo vasco radical está transformando al Joalduna en un emblema nacional, vendiéndolo como si se tratara de una tradición milenaria de toda “Euskal Herria”. Así, han aparecido comparsas a lo largo del País Vasco y Navarra que celebran
esta fiesta. La autodenominada “izquierda abertzale” ha vampirizado una tradición local para transformarla en un emblema nacionalista que ayuda a que los vascos se sientan especiales: únicos en el universo mundo y, por consiguiente, muy distintos a sus vecinos «españoles», que carecen de una costumbre ancestral como aquella. Por supuesto, los ultranacionalistas nunca son respetuosos con la tradición en sí, por lo que la han modificado a su gusto. Los Joaldunak actuales ya no aparecen solo en enero, como antes, sino siempre que la causa los necesita como propaganda patriótica. Así, no es raro ver sus figuras en carteles, partidos de fútbol, manifestaciones pro amnistía o incluso en la conmemoración del “Gudari Eguna” de 2006, en la que se les pudo contemplar delante del escenario poco antes de que unos encapuchados leyeran un comunicado en nombre de ETA. Era una forma de unir, alegóricamente, el pasado ancestral de “Euskal Herria” y la lucha de los “gudaris de hoy”.


¿Y por qué me interesa tanto esto del Joalduna? Porque, curiosamente, a unos pocos kilómetros del País Vasco existe una tradición carnavalesca sospechosamente parecida. Se trata de La Vijanera, una mascarada de invierno que se desarrolla en Silió, pueblo que pertenece a Molledo (Cantabria), el primer domingo de enero de cada año. Como en el caso del Joalduna, en esta fiesta existen muchos personajes, pero los protagonistas indiscutibles van disfrazados casi exactamente igual que los navarros, aunque su nombre sea distinto. Se llaman zamarracos. El término significativamente proviene del euskera, lengua de la que el castellano adoptó la palabra “zamarra” o “chamarra” (prenda de vestir hecha de piel y lana). “Zamarraco” o “Zamarrako” sería “el de la zamarra”. Su papel, igual que el de sus homólogos de Navarra, es expulsar a los malos espíritus del año que comienza. Echar al invierno y preparar la llegada de la primavera, vamos.


La cosa no queda aquí. Resulta que en Ptuj, al este de Elovaquia, hay otra festividad similar en la que tienen un papel destacado las kurentovanie, desfiles de los kurent o korant. Juzguen ustedes las similitudes entre unos y otros.
El discurso de la diferencia es una herramienta útil para el nacionalismo, ya que le permite hacer creer a un grupo de personas que son mucho más diferentes de sus vecinos de lo que en realidad lo son. Levanta muros, crea fronteras mentales. No afecta solo a los nacionalistas, sino que muchos ciudadanos no nacionalistas también acaban sintiéndose distintos. Es un recurso eficaz, ya que la diferencia sirve como motivo de orgullo. Aunque carezcamos de mérito propio individual, sentirnos parte de un colectivo homogéneo con unas supuestas cualidades nacionales y tradiciones milenarias nos permite creernos, en el fondo, superiores al resto de los mortales. Es gratísimo para la autoestima. No requiere esfuerzo. Solo ser y ya está.
Por supuesto, este discurso está basado en mentiras y manipulaciones, pero, como escribía Walker Connor (Etnonacionalismo), “sean cuales fueren sus fundamentos reales, los mitos engendran su propia realidad, ya que, por lo general, lo que más relevancia política tiene no es la realidad, sino lo que la gente cree que es real”. ¿Qué hacer al respecto? Pues observar la realidad con ojos críticos. Viajar y leer. Todo lo cual, por cierto, no está reñido con el disfrute del Joalduna ni de la Vijanera.
PS: Al parecer a algunos de estos nacionalistas radicales y dogmáticos les escandalizan aportes como este.
PS 2: Información sobre las mascaradas de invierno de Castilla y León aquí.